Si el mundo dura solo cien millones de años, todavía se encuentra en toda su frescura, no hace más que empezar; nosotros mismos estamos lindando con los primeros hombres y los primeros patriarcas, y ¿cómo no van a confundirnos con ellos en siglos tan lejanos? Pero si se juzga lo por venir por el pasado, ¡cuántas cosas nuevas desconocemos todavía en las artes, en las ciencias, en la Naturaleza y, por decirlo así, en la Historia! ¡Cuántos descubrimientos quedan por hacer! ¡Cuántas y cuántas diversas revoluciones han de ocurrir en toda la superficie de la Tierra, en los estados y en los imperios! ¡Qué ignorancia la nuestra y qué ligera la experiencia de seis o siete mil años!
Jean de La Bruyère

Voy a ser sincero. De ficción prehistórica seria no tenía mucha idea hasta la lectura de El alma en la piedra. No es una época que me cause emoción (mucho ha tenido que ver la forma en que el cine y las caricaturas retratan aquellos remotos tiempos, claro) pero fuera de la cuestión museística, científica, la enciclopédica y las conocidísimas pinturas de Altamira, Lascaux y otros sitios, la prehistoria poco tenía que decirme en la literatura. El año pasado pude hacer una visita al Dolmen de Soto (Huelva), y si bien no corresponde a la época descrita en la novela de José Vicente, me permitió acercarme un poco a aquellas épocas y palpar la piedra donde las civilizaciones próximas a cambiar de era dejaron su impronta a manera de mapas estelares y huellas de manos. El dolmen es pequeño, pero entrar y caminar al amparo de la oscuridad de la pequeña caverna me permitió tener un poco más de sensibilidad sobre una época que se me antojaba ajena. Por si fuera poco, crecí en un lugar donde la prehistoria apenas empieza a dar señales de su existencia a través de los descubrimientos arqueológicos en la península de Yucatán.
Hoy, gracias a esta novela se han despejado muchas dudas propias respecto a la ficción prehistórica. Tomando como base a esta gran cita de La Bruyère se confirma magistralmente en la narrativa de José Vicente Pascual el brumoso asunto de la enorme distancia temporal con estos ancestros que habitaron la Tierra cuando esta era un enigma; una inmensidad inexplorada más allá de las acampadas de los clanes, de las grutas que los protegían de los elementos y las bestias que esperaban agazapadas para atacar y defenderse. El alma en la piedra no solo tiene alma, tiene corazón, un corazón humano que conecta con nuestra modernidad en los sutiles pensamientos de sus personajes principales. A pesar de los quince mil años que nos separan del clan Tiznado, es interesante descubrir tras toda la evidente brutalidad e inexistencia de un código de justicia como lo conocemos hoy, que el ser humano termina siendo básicamente el mismo, hoy regulado por estas leyes modernas: se pregunta, envidia, toma el poder en sus diferentes formas e idealiza nuevas formas de prevalencia y supremacía con lo que le rodea. José Vicente hizo un trabajo de auscultación del alma humana formidable: de esos tenues hilos podemos conectar hasta esos Homo sapiens, ahí nos reflejamos en las pinturas que el buen Ibo Huesos de Liebre capturó en las cuevas de Altamira. José Vicente Pascual puso su narrativa a prueba: en el alma en las pinturas que dibuja Ibo Huesos de Liebre y la cosmogonía que nos entrega por añadidura, en lo salvaje que aparenta pensar pero solo se guía por el instinto, y se nota mientras avanzamos y descubrimos los secretos del clan Tiznado, desde lo ritual hasta lo banal y «cotilleable» (no todo tiene que ser seriedad y se agradece).
José Vicente nos lleva a un viaje en el tiempo donde lo femenino es eminente y digno de revisarse: las mujeres permiten la subsistencia del clan no solo como entes reproductores; son valoradas e incluidas en las tareas de mando y los pensamientos y acciones litúrgicas que guían los valores del clan. Costumbres que tarde o temprano fraguarán en leyes que regirán milenios. No se puede hablar de patriarcado ni matriarcado en estas sociedades con componentes más complejos de los que creemos. José Vicente nos facilita la tarea enciclopédica y museística y termina adentrándonos en la vida del clan, su forma de ver el mundo y cómo tienen que enfrentar los peligros del enigma que representa el Hogar de Todos. Es un viaje alejado claramente de los estereotipos acostumbrados a ver en el mundo de Hollywood, y eso se traduce en no soltar el libro. La cuestión de la cacería y el cazador cazado sigue manteniendo con vida el aforismo de La Bruyère, incluso tiene un grato paralelismo con Luis Sepúlveda (recientemente fallecido, víctima de la pandemia) en Un viejo que leía novelas de amor y su apasionada e inteligente forma de narrar la naturaleza animal y lo salvaje. Me dejó gratamente sorprendido.
Algo me queda claro tras la lectura de El alma en la piedra: cada que piense en esta época, cada que tenga oportunidad de acercarme por cualquier medio a la prehistoria, me acordaré con respeto —y qué puedo decir, con afecto— de Ibo Huesos de Liebre, de Agah la Cierva y el clan Tiznado, unos ancestros mucho más cercanos de lo que creía. Como considero una redundancia recomendar encarecidamente la lectura de esta novela, prefiero cerrar con esta última cita de La Bruyère, que sin duda tiene mucho que ver con la manera de pensar de los personajes de esta novela:
La vida es un sueño. Para los viejos, el sueño ha sido más largo; cuando empiezan a despertar, ya es preciso morir. Si entonces repasan todo el curso de sus años, es probable que no encuentren ni virtudes ni acciones loables que distingan unos de otros; confunden sus diferentes edades, sin ver en ellas nada que sirva de señal para medir el tiempo que han vivido. Han tenido un sueño confuso, informe y desordenado; no obstante, se dan cuenta, como los que se despiertan, de que han dormido mucho tiempo.
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