Termino de leer Matacrías de Alberto Puyana; trato de mantenerme en pie, buscando el modo de encajar los golpes narrativos que me ha propinado el propio Galiana sobre el intenso final de la novela.
Vale, ya puedo respirar.
Cuando una obra resuena tras una intensa, trepidante y fructífera lectura, bien vamos y aquí voy a tratar de explicar por qué.

Para hablar de Matacrías no podemos dejar de lado a su antecesora (que no primera parte), Corpore insepulto. Cuando presenciamos el nacimiento del incombustible Ramiro Galiana allá por 2022, quienes leímos esa novela tuvimos la certeza —al menos yo— de que estábamos ante un nuevo icono gaditano literario, un antihéroe en toda regla al que, por extrañas cuestiones, terminamos queriendo a nuestro modo y como nos da la gana, pues la lógica indica que no nos gustaría encontrárnoslo en la calle o en un bar del barrio de La Viña, pero sí que lo queremos seguir en todo momento en las dos novelas que ya tiene en su haber: en Corpore insepulto, donde un muerto tocaba el son de la trama, y esta, donde un brutal asesino de chavalas hace de las suyas y pone a prueba a nuestro inspector gaditano.

Los hilos narrativos que urde Puyana se tensan hasta su máximo, y el escritor comprende que la apuesta debe ser alta y el juego tiene que llevarse a los límites, y no puede ser igual que su ya buena no-primera-parte en términos de riqueza narrativa, de tensiones y pintorescos villanos que pueblan los barrios bajos de la ciudad. Nuevos personajes lanzan a Galiana directo a la oscuridad que se cierne sobre Cádiz: promesas de redención, pactos con el diablo, una filosísima intuición de investigación que corta como un cuchillo muy eficaz y que no decepcionará a quienes valoran la novela de género: el Galiana más salvaje ha entrado en acción, y viene a repartir jarabe de nudillos y a esclarecer desde puntos de vista inesperados las partes más oscuras de los terribles crímenes, presentados en forma de adolescentes estranguladas. Las niñas bonitas no pagan dinero, pero son las que mueren primero, y Galiana, cómo no, va contrarreloj; a veces las hostias son la mejor forma de acercarse a descifrar los enigmas.
Felizmente, con Matacrías hemos entrado en una fase que nos muestra el ascenso de Galiana, y por supuesto de Alberto como escritor no solo de género negro, sino en un nivel técnico y narrativo: si en Corpore nos propuso un Cádiz atípico con un clima gris y lluvioso, en esta nos abre el abanico de posibilidades con unos tonos de luz tan especiales que todo el tinglado escenográfico solo puede ser descrito como gaditano de suprema intención: el sol, sus colores, sus cielos, sus arenas y pinares, la gente variopinta y las referencias constantes en la mala uva que va desprendiendo Galiana a su alrededor; en todo esto nos resuena un poco de todo el arte que desprende Cádiz, esa tacita que al menos yo he adoptado como algo especial en mi vida.
Es un verdadero placer leer una novela que existe por cuenta propia sin depender de los monstruos de género negro que hoy pululan en el ámbito nacional e internacional. Desde la humildad y el buen hacer narrativo, Alberto Puyana siempre nos recuerda que a través de una historia potente se puede dejar huella, sin importar el trayecto que pueda tener, o qué sello editorial la maneje; en este caso es de hacer notar que Kaizen nuevamente realizó un buen trabajo con la obra de Puyana. Enhorabuena por esa historia; sin duda, queremos más de Galiana y de ese Cádiz que, siendo suyo, nos lo entrega en primera persona y lo hacemos nuestro a través de sus reflexiones y de sus mecagondió. Siento que, contrario a su última (y lapidaria frase) el juego apenas ha empezado.
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