Confiada, Karen tomó el autobús ese lunes saliendo de la universidad: un inicio más de una semana más del semestre. ¿Qué piensa uno a los 19 años, camino a casa, tras un día de aprendizaje en las aulas? bromear con los amigos, quizá con la idea de hacer las tareas llegando a casa, quizá comer algo y luego ver televisión o chatear un rato. Mientras tanto, en una esquina, cobijado entre las sombras del pleno día, un monstruo acecha furtivamente por las calles de Cancún, relamiéndose los bigotes y tronando sus garras afiladas, esperando. Karen bajó del camión y tomó el mismo camino a su casa. Fue entonces cuando se encontró con el monstruo. Nadie vio nada, nadie escuchó el grito ahogado, un chirrido de llantas, el forcejeo. Nada. Solo pasó, en un suspiro, en un parpadeo. 19 años se esfumaron en una tarde de octubre y la noticia ya la conocemos.
Los estudiantes están verdaderamente desconcertados, y no es de oídas. Directamente he sido partícipe de su sentir. El sentimiento vulnerado, violentado, el no saber si vas a llegar a salvo a tu casa atenaza hoy a los jóvenes cancunenses. Amigas, hermanas, hijas, chicas, mujeres en su mayoría, lanzan las preguntas: ¿En qué nos convertimos? ¿Qué pasó con la ciudad apacible donde todos nos conocíamos? ¿Cuándo me tocará? Preguntas que duelen, que hoy no encuentran una respuesta concreta. La juventud cancunense hoy, despierta de súbito a una cruel realidad: desde las sombras, hay ojos fríos que acechan, esperando pacientes, una oportunidad.



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