Un fin de semana triste, de indignación. Ser espectadores de la destrucción del manglar de Malecón Tajamar dejó a algunos cancunenses con la boca amarga. Y digo algunos, porque, en comparación al total de habitantes de esta ciudad, la estadística nos sigue marcando como un puñado lo que vemos en las fotos: activistas, no activistas, niños y adultos con y sin pancartas, con o sin afiliación partidista. Por su misma configuración, a esta ciudad no le viene la participación masiva: los cancunenses son en su mayoría fenómenos transitorios, pese algunas excepciones, como el exitoso rescate del Ombligo Verde de las garras de la locura política de su momento.

Y sí, viéndolo ya fríamente, nada de esta conmoción habría pasado si los genios de Fonatur no hubiesen permitido el libre acceso a Malecón Tajamar y a sus bonitas aceras desde el principio; terminaron utilizándose para múltiples actividades, hasta para la filmación de series de Disney. Pongo un ejemplo rápido: Puerto Cancún permaneció celosamente cerrado hasta su apertura, a pesar de sus múltiples irregularidades legales y ambientales; no vi niños llorando cuando se devastó esa zona a placer y se exterminaron a cientos de coatíes, contaminando hasta los mantos freáticos.
¿Para qué abrir esa maravilla llamada Malecón Tajamar, y acostumbrar a la ciudadanía al uso de un espacio ya privatizado? ¡Incluso las campañas para el rescate del cangrejo azul se promovieron allí!

Sí, en este país surrealista, se indujo a la participación y concienciación ecológica en un área hoy destrozada por la maquinaria, algo poco congruente. Además, hubo un atisbo de esperanza legal, con amparos y órdenes de los juzgados y sellos de clausura de Profepa, con niños de por medio; increíblemente —porque realmente yo no creí que fuera a darse un milagro— parecía que Fonatur por fin perdería y la zona se haría del ciudadano, de un lugar que en un mundo feliz se resguardaría y cuidaría; sí, pudo haber una victoria ciudadana, limpia de factores políticos. Pero ya vimos que los milagros no existen y el choque por eso fue terrible: un espacio que se usaba para esparcimiento —a falta de sitios de encuentro de esa naturaleza— y fue arrebatado así, a hurtadillas, a mitad de la noche y con el uso de la fuerza pública en un ambiente actual que invita a la represión, causa lo que vimos: lágrimas y activismo espontáneo, un rabioso sentido de pertenencia al lugar, aun sabiendo que es una propiedad privada, a final de cuentas; siempre lo fue y no debemos confundirnos.
Tal fue la derrota este fin de semana, que algunos politiquillos pudieron adherirse a las protestas, dando al traste con la intención ciudadana que está harta de toda esa monserga política barata: una derrota contundente y ruidosa. Eso sí, dar algo para el goce público y luego retirarlo como un ladrón a mitad de la noche fue la peor decisión de quien resulte responsable.

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